Yo casi no uso el transporte público de mi ciudad. Pero hoy, para ir a la oficina, el mapa de Google me indicaba con color escarlata que las principales arterias de la ciudad estaban a reventar, cómo ya es común en este caótico lugar en dónde los 25 millones de habitantes siempre parecemos tener un lugar a dónde ir, sin importar el día o la hora. El viaje en Uber iba a tardar casi una hora y el precio me iba salir al triple.
Con millones de usuarios al día, hay una alta posibilidad de encontrar personajes extraordinarios, otros divertidos y coloridos y, a veces, alguno que otro peligroso. Espero que hoy no me tope con ninguno de los últimos, cómo esas señoras que se pelean entre sí por un asiento y terminan volviéndose virales en redes sociales. Pienso que, si fuera testigo de una de esas peleas, trataría de intervenir aconsejando a las combatientes que la terapia es más efectiva que los golpes, lo que seguramente también me ganaría un tortazo.
Para mi sorpresa, los trenes hoy no están atiborrados como me imaginé. La sección de mujeres está casi vacía (sí, hay una sección exclusiva para mujeres a la que no puedo entrar. Es ahí en dónde las peleas más jugosas se dan). Los vagones de en medio van un poco más llenos, aunque a mí me gusta viajar siempre hasta el último vagón, en la famosa cajita feliz, porque es en dónde los personajes más divertidos y coloridos de la ciudad viajan, los gays.
Pero hoy no hay mucha felicidad en la cajita feliz. El aire del vagón se siente gris y pesado, cómo si todo el mundo se hubiera puesto de acuerdo que hoy no es un buen día para ir a trabajar, o a la escuela, o con el amante. Pienso que todos estaríamos más felices si nos hubiéramos quedado en casa a ver una película en Netflix. Pero aquí estamos, en un gris colectivo.
Por eso, cuando en la siguiente estación se sube un chico con unos enormes audífonos con forma de orejas de gato iluminadas de colores, mi completa atención se dirige a él. El chico es muy alto y grande, pero con cara de niño. Si solo viera una foto de su rostro diría que no pasa de los 16 años.
No sé qué viene escuchando, pero sea lo que sea lo hace reír a carcajadas. Pronto la buena vibra del enorme niño se empieza a contagiar a los demás viajeros. Primero es una sonrisa tímida de dos chicos que están sentados frente a él. Después risas audibles de la gente detrás de mí. Yo sonrío resuelto y sin miedo, el chico me ha puesto de buen humor y no quiero esconderlo.
El gigante bonachón parece no percatarse del efecto que ha tenido en la gente que estamos a su alrededor. Mira al suelo mientras ríe y cuando alguien más deja salir una risa o una carcajada, sus enormes audífonos de gato lo aíslan del ruido. Pero el sigue riendo. Los dos chicos frente a él se toman de la mano y se ven con amor. Quiero creer que las carcajadas de nuestra enorme hada gay hicieron la función de flechas de cupido y que al llegar a su destino los recién enamorados harán el amor hasta el amanecer.
La siguiente estación es mi parada, y al salir del tren y dirigirme a las escaleras que me llevarán a la calle llevo aún puesta esa enorme sonrisa. Me doy cuenta porque la gente con la que me topo de frente me ve raro, algunos bajan la mirada, pero otros no, cómo la señora que viene acompañada con una niña de enormes lentes rojos que me regresa la sonrisa mientras se le iluminan los ojos. Me doy cuenta en ese momento que he olvidado el tráfico infernal, las caras largas y grises de los pasajeros y la tarifa dinámica de Uber. Ahora solo pienso en comprarme unos enormes audífonos con orejas de gato brillantes y repartir sonrisas por el mundo.
Relato escrito para mi taller de escritura
BH